miércoles, 29 de septiembre de 2010

Matar el recuerdo




Se fue muriendo poco a poco. Ella sentía que lo estaba matando. Según se iba acostumbrando a su ausencia iba borrando su memoria.

Los primeros meses fueron un constante desgarro. Se aisló en el recuerdo y se esforzaba por perpetuar la antigua rutina, como si de ese modo pudiera mantenerlo a su lado. Preparaba su ropa cada noche como había hecho por años, y la lavaba y planchaba al día siguiente para que siempre estuviese impecable. Cocinaba sus recetas favoritas, esos platos que él tanto disfrutaba y que lo ponían alegre. Solía demostrárselo cuando se iban a dormir. Incluso empezó a apretar la pasta dentífrica por la mitad del tubo; era algo que le reprochaba, pero ahora ese gesto mantenía la ilusión.

Al cabo de un año, la familia y las amigas lograron convencerla de que de vez en cuando saliera, de que buscase alguna actividad fuera de la casa. Se apuntó a un curso de historia, participó en alguna reunión familiar, siempre excusando la ausencia de él. “Está siempre tan lleno de trabajo. Cualquier día de éstos le dará un infarto”, decía ella provocando un silencio incómodo a su alrededor y que las lágrimas asomaran a sus ojos.

Poco a poco fue aumentando su vida social y descuidando las tareas de casa. Nuevas aficiones, nuevos amigos, incluso alguna nueva ilusión para su corazón. Cuando se dio cuenta, ya la ropa de él estaba acumulando polvo y humedad en el armario, debía buscar fotografías para evocar su rostro exacto y el eco de su voz se fue borrando en su mente.

Se dio cuenta de que ahora sí se había ido. No falleció cuando sufrió aquel demoledor infarto. Se fue muriendo poco a poco. Sentía que lo había matado, que según se fue acostumbrando a su ausencia fue borrando su recuerdo. Y lloró sus últimas lágrimas por él.

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lunes, 27 de septiembre de 2010

Consulta médica


Ruth Westheimer

Estimada Dra. Ruth

Le escribo para contarle mi problema. Me parece que mi marido, con quien estoy casada desde hace ya veintidós años, es un maniaco sexual.

Siempre me hace el amor por sorpresa, sin preocuparle lo que estoy haciendo en ese momento. Puedo estar planchando, lavando los platos, barriendo, haciendo la cama, cocinando, pintando, escribiendo… Siempre me interrumpe para tener sexo.

Me gustaría saber si este comportamiento es elllllll adecuaaaaaalsjfo   calapoewil                                       ljra ñfnñla iaf             añslfhnañ ............. fcyhjjjjjjjjjjjj

Alllllislssss

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sábado, 25 de septiembre de 2010

No, no me quejo


Fotografía: Henri Cartier-Bresson


Él:
No, no me quejo de nuestra relación. Es lo que siempre deseé. Tener tu cariño y tu ternura. Y me los das, a mangas anchas. Al coste de lo que siempre me gustó de ti.

Cuando te conocí me volviste loco. Me gustaste al instante, no había dudas. Nunca las hubo ni las hay. Arrebatadora, tus labios me engancharon desde la primera vez que los vi. Caí rendido y cautivo cuando los sentí en mi piel. Sigo deseándolos igual que siempre.

Sí, lo sé. Luego te reprochaba lo que siempre me atrajo de ti: tu picardía, tu coqueteo, tu atractivo, tu encantadora locura… Por miedo a que le gustaras a otro hombre fui borrando lo que más me ataba a ti.

Me amabas, y fuiste renunciando a todo lo que decía que me molestaba. Yo empecé a no tener miedo a perderte. Nos sumimos en esta relación tranquila y plácida, que se siente bien, pero escasa.

No, no me quejo de tu cariño y tu ternura. Y jamás renunciaría a ellos. Pero quiero más. Quiero también a la seductora que me arrebató la cordura. Quiero volver a volverme loco contigo. Sedúceme.


Ella:
No, no me quejo de nuestra relación. Es lo que siempre deseé. Tener tu cariño y tu ternura. Y me los das, a mangas anchas. Al coste de lo que siempre me gustó de ti.

Cuando te conocí me volviste loca. Me gustaste al instante, no había dudas. Nunca las hubo ni las hay. Arrebatador, tus labios me engancharon desde la primera vez que los vi. Caí rendida y cautiva cuando los sentí en mi piel. Sigo deseándolos igual que siempre.

Sí, lo sé. Luego te reprochaba lo que siempre me atrajo de ti: tu picardía, tu coqueteo, tu atractivo, tu encantadora locura… Por miedo a que le gustaras a otra mujer fui borrando lo que más me ataba a ti.

Me amabas, y fuiste renunciando a todo lo que decía que me molestaba. Yo empecé a no tener miedo a perderte. Nos sumimos en esta relación tranquila y plácida, que se siente bien, pero escasa.

No, no me quejo de tu cariño y tu ternura. Y jamás renunciaría a ellos. Pero quiero más. Quiero también al seductor que me arrebató la cordura. Quiero volver a volverme loca contigo. Sedúceme.

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jueves, 23 de septiembre de 2010

Tu mano




El tacto de tu mano me hace bien. Ese roce distraído que despierta las ganas de nuestras pieles reconociéndose, exhaustivamente. Esa mano ofrecida sobre la mesa que reclama la presencia de su compañera en este paso a dos.

Cogida de tu mano me siento bien. Esa sensación tibia en la palma que invade y arropa todo el cuerpo, reposado. Ese caminar parejo que aleja cualquier sombra de soledad o indiferencia.

Las caricias de tu mano me ponen bien. Esa seguridad con que repta por terreno conocido, pero siempre por descubrir. Esa picardía del que tiene una sorpresa guardada para el final; y siempre sorprende. Esa osadía que satisface y alimenta el deseo, el fuego que apaga y enciende en un pacto de alternancia sin fin.

El tacto de tu mano me hace bien.

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lunes, 20 de septiembre de 2010

Empieza el juego


Ilustración: ConstanzaClo


Todos los años hacen lo mismo. Dos veces. Se reparten el mundo en dos mitades y juegan a pintarlo de colores. Se disputan la lluvia y el sol, y se ríen viendo cómo alteran nuestras emociones.

Ella, coqueta y pizpireta. Él, aplomado y seductor. Despliegan sus encantos, de irresistible atracción, y nos atrapan bajo su manto.

Se parecen; ambos son templados de carácter y no necesitan llegar a los extremos para imponer su personalidad.

Se conocen. Una promete, el otro recoge. Son principio y fin del mismo proceso, de la misma historia. No podrían vivir el uno sin el otro.

O´Toño y su prima Vera no coinciden nunca. Viven en mundos opuestos. Si uno es día, la otra es noche. Si uno es frío, la otra calor… Y viceversa. Pero siempre se las arreglan para asistir a sus citas.

Y ya están llamando a la puerta.




viernes, 17 de septiembre de 2010

El viaje




Aquel viaje que debiera haber sido paradisíaco resultó ser el principio del fin. Bueno no, en realidad todo empezó a terminar en cuanto comenzó. El viaje fue la evidencia del final.

No consiguió dejar de ser espectadora mientras intentaba formar parte de una familia que no era la suya, amigos que no eran los suyos, un entorno que no era el suyo y en el que siempre se sintió turista. Excepto en algunos momentos compartidos con niños.

No importaba lo bien que la habían acogido, no importaban los esfuerzos de él por enseñarle qué había sido su vida hasta que la conoció, no importaba la voluntad de ella por formar parte de ese universo que le abría las puertas de par en par y sin embargo resultaba infranqueable.

Según fueron pasando los días, se dio cuenta de que aquel era un viaje de ida sin retorno, que nada sería lo mismo y pronto debería tomar una decisión, que se había equivocado y era el momento de pagar el error.

Porque algo se muere cuando descubres que jamás podrías vivir en su mundo.

 
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martes, 14 de septiembre de 2010

Nos gusta Pamela


Fotografía: Velosex, de Henri Cartier-Bresson


A veces piensa que aquel cartel publicitario que permaneció tanto tiempo frente a su ventana de adolescente marcó su destino. Toda su vida ha trabajado por perpetuar aquella imagen frente a sus ojos. Aquellos pechos exuberantes, turgentes, generosos jamás salieron de su imaginación.

Intentó hacer una vida normal. Estudió, trabajó, se enamoró, se casó… y tuvo tres hijos. Sin embargo, su esposa no era la mujer explosiva que necesitaba a su lado y esa frustración ejecutó su matrimonio.

Anduvo perdido un tiempo. Hasta que en una fiesta vio un escote. Y se enamoró de él. Pertenecía a una modelo ambiciosa (más ambiciosa que modelo), que pronto aceptó su invitación a una copa. Ella intentaba conducir a su terreno la conversación, y él se dejaba llevar porque le gustaba el camino que tomaba.

- ¿Qué tipo de mujer te gusta? –le preguntó coqueta esperando que él respondiera “tú”.
- ¿A mí? A mí me gusta Pamela Anderson.
- Uy, qué bien…! A mí me gustaría ser como ella…
- Pero no lo eres.
- Puedo serlo. Tú tienes el dinero y yo la materia prima, que pongo a tu disposición. Hazme como quieras.

Años más tarde, siguen juntos y ya tienen cuatro hijos. Los pequeños lo adoran. Siempre están colgados de su cuello, y a él parece gustarle. Juega con los niños y habla con ella, que retoca su maquillaje mientras observa sonriente a su familia.

Los dos parecen haber cumplido su sueño. Él, porque tiene a su lado, a su disposición, a una mujer imponente. Ella porque va dando prórroga a su belleza. Son ambos felices, porque es idéntica a Pamela Anderson.



“Bonus track”

- Oye, con ese aspecto ya no puedes seguir llamándote Alís Gómez.
- ¿Te parece que me resta sexapil?
- Es que creo que debería ser un poco más… no sé, más… extranjero.
- ¿Y has pensado ya en algún nombre?
- Sí. A partir de ahora te llamas Alisenka Gomeznova.

 
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lunes, 13 de septiembre de 2010

Comer tomate




- Ay, mi niña, qué grande estás ya…

- Sí, porque ya tengo cuatro años… Y cuando tenga cinco se me va a caer un diente.

Calla. Piensa. Planifica, más bien.

(…)

- Mamá, cuando tenga seis años voy a comer lechuga, tomate,…

- ¿Y por qué no a los cinco?

- Porque a los cinco se me va a caer un diente y no voy a poder morder el tomate.


 
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viernes, 10 de septiembre de 2010

Un recuerdo imborrable (Epílogo)




-Aquí naciste y aquí debe reposar por siempre una parte de ti. En esta casa en ruinas, como lo fue tu cuerpo en tus últimos años, abandonado de ti mismo, pero acompañándonos.

Amalia pronunció estas palabras entrecortadas por el llanto. Acompañada por su hija Amanda y por Marcela, esparció un tercio de las cenizas de Armando en los restos de lo que fue su casa familiar. Triste por la despedida, esta vez sí definitiva, pero feliz por saber que una parte de él permanecería a su lado para siempre.

Habían pasado casi cuatro años desde que Amanda regresó de América con su padre y la esposa de éste. Casi cuatro años en que compartieron sus cuidados y fueron testigos de su deterioro. Casi cuatro años en que Armando se fue alejando cada vez más, pero curiosamente lo hizo con una sonrisa casi perpetua en su rostro. La misma que mostraba su cadáver la mañana que lo hallaron muerto en su lecho.

En este tiempo, según él se iba diluyendo en un cuerpo que cada vez le pertenecía menos, ellas fueron creando fuertes lazos. Amalia y Marcela superaron los recelos iniciales y llegaron a hacerse muy buenas amigas. Juntas recompusieron la biografía de ese hombre con la suma de sus recuerdos. Amanda, por su parte, dejó de imaginar a un padre. Ahora puede recordarlo.

Dividieron las cenizas de Armando en tres partes. Decidieron que las tres merecían decidir sobre ellas. Amanda guardó su parte en una urna y juró que jamás se separaría de ella. Marcela retornaría con la suya a su país para enterrarla en su jardín, en ese rincón que tanta paz le proporcionaba a su marido. Amalia prefirió esparcirlas por lo que había sido la casa de su amado.

Después de esa breve e íntima ceremonia, las tres mujeres se sentaron a compartir un té. Las maletas de Marcela listas junto a la puerta. Y el silencio abrazándolas.

 
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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Un recuerdo imborrable (y IV)




Miedo. No hay palabra que defina mejor lo que Marcela sintió cuando desembarcaron. Miedo a lo que iban a encontrarse en ese retorno al pasado de su marido, que ya no era exactamente su marido, sino su carcasa; miedo porque ya no tenía el control y ahora estaba en manos de la que hasta unos pocos meses atrás era una auténtica desconocida; miedo por sentirse una extraña en un país ajeno en el que no sabía muy bien qué estaba haciendo. Miedo porque ni siquiera había decidido qué haría después, con o sin Armando.

Amanda lo percibió y sintió que debía tranquilizar a Marcela. “Fui a buscar a mi padre y lo encontré. Pero también a ti –le dijo, abrazándola-. Estaré contigo y te apoyaré por haberme acogido tan bien. Tú también eres mi familia”. Marcela sonrió agradecida, aunque seguía asustada.

En el pueblo, Amalia también sentía miedo. Y ansiedad. Amanda le había comunicado su vuelta y le anunció que no llegaría sola. Desde esa llamada era un manojo de nervios. Ahora ya sabía que él había rehecho su vida, era conocedora también de su enfermedad, aunque no sabía en qué grado la padecía… Fueron treinta y tres años... Toda su vida soñó con el reencuentro y ahora que se aproximaba ya no estaba segura de desearlo.

El día señalado había llegado. Fue a la peluquería para cubrir sus canas y recobrar el color de su juventud, se puso el vestido de los festivos, un poco de color en sus labios y se sentó en el comedor a esperar. Sobre la mesa, la única foto que conservaba de Armando y un par de cartas que él le envió el primer año y a las que ella jamás respondió.

Cuando oyó llegar el taxi, se levantó de un brinco tirando la silla al suelo. Al abrir la puerta, Amanda se abalanzó a su cuello y la abrazó fuerte, cubriéndola de besos. Ambas pudieron sentir sus corazones latiendo fuerte, a punto de salirse del pecho. Sobre todo cuando su hija se hizo a un lado para que pudiera saludar a sus acompañantes.

Unos metros más atrás, Marcela ayudaba a Armando a bajar del automóvil y lo orientó hacia Amalia. Ésta lo miró con los ojos cargados de ayer, observaba cómo a pesar del tiempo transcurrido, de sus canas, de las arrugas que transformaron su rostro continuaba siendo tan apuesto como entonces. Pero en sus ojos no encontró lo que esperaba. No encontró nada, en realidad.

Armando miraba a esa mujer sin reaccionar, como quien observa a un transeúnte que circula en sentido opuesto en la calle, sin apenas prestar atención. “Amalia”, dijo, y comenzó a caminar hacia Amanda, tomándola del brazo, buscando el amparo de lo conocido. La joven hizo a su madre un gesto como pidiéndole paciencia y encaminó a su padre al interior de la vivienda.

Amalia y Marcela los siguieron, sin decirse nada, algo incómodas con la situación, pero sobre todo tristes por ese hombre que un día las amó y ahora las desconocía. Ambas sabían que tenían mucho más en común de lo que admitirían con palabras. No necesitaban hablarlo, porque ni siquiera existía una rivalidad por combatir.

Amanda logró reducir la tensión en los minutos siguientes hablando constantemente de lo que había visto en su viaje, de la travesía, de anécdotas que recordaba de su infancia… Sentados todos en la sala frente a una taza de café, la joven se esforzaba por imponer cierta normalidad a la situación, Amalia y Marcela intentaban ayudarla y Armando fijaba la vista en la casa que se veía a través de la ventana. De repente, se levantó y salió de la vivienda. “Ahí vivía Armando con sus padres”, dijo Amalia ante la sorpresa de las otras dos mujeres.

Marcela lo siguió de cerca, aunque lo dejó a su aire. Él se sentó delante de aquella casa en la que pasó sus primeros años y que ahora estaba abandonada, y su esposa comprobó que unas lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó a él, le acarició la cabeza y se sentó a su lado. Armando la miró, emocionado, y por un momento sus ojos le parecieron tan vivos y lúcidos como siempre lo habían sido. Volvió a dirigirlos hacia aquellas ruinas mientras posaba su mano sobre el muslo de Marcela y lo apretaba, como aferrándose a ella.

Amalia aprovechó para recoger las tazas y mientras las fregaba, desde la ventana de la cocina pudo observar la escena. También por sus mejillas corrieron unas lágrimas, que secó su hija con una caricia mientras la abrazaba por la cintura. “Me quedé con lo mejor de él”, susurró mientras apoyaba su cabeza en el hombro de Amanda.


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lunes, 6 de septiembre de 2010

Un recuerdo imborrable (III)




Cuando el barco zarpó, los tres estaban en la popa observando cómo se alejaban del puerto. Marcela, medio asustada por dejar lo único que conocía aunque feliz por cumplir el mayor deseo del único hombre al que amó en su vida. Amanda ansiosa por volver a casa y por darle la sorpresa a su madre. Y Armando… Ninguna de las dos sabía bien a dónde miraba Armando, ni si tenía conciencia del viaje que emprendían. Pero su rostro era tranquilo, casi sonriente.

La idea del viaje fue de Marcela. Desde que Amanda llegó a su casa su vida dio un vuelco. Estaba más descansada, porque la joven le ayudaba a cuidar a su marido y porque por fin, después de varios años, tenía con quien conversar. Pero también se sentía cada vez más extraña en su propio hogar. Armando refunfuñaba cuando era ella quien lo atendía. Ya se había acostumbrado a verlo ausente, pero ahora tenía que soportarlo huraño con ella. Y le dolía.

Con Amanda él tenía un comportamiento muy diferente. Se ponía alegre, incluso coqueto, como un niño cuando se encuentra con esa compañera que tanto le gusta. Cuando ella se despistaba cerca de él, aprovechaba para pellizcarle una nalga o abrazarse fuerte a su cintura, mientras repetía una y otra vez: “Amalia… Amalia… Ay, Amalia…”.

Aunque las circunstancias podrían hacer pensar lo contrario, las dos mujeres congeniaron muy bien y alargaban las noches conversando hasta las tantas. Amanda le contaba cómo había crecido idealizando a su padre a través de lo que le contaba Amalia, su madre; cómo desde que empezó a trabajar de adolescente empezó a ahorrar todo lo que podía para algún día viajar para conocerlo. Marcela, por su parte, hablaba del dolor de no haber tenido hijos, y del cariño y complicidad que la había mantenido tantos años al lado de Armando, a pesar de que él siempre soñaba con volver a su pueblo.

Cuando el doctor les informó que Armando padecía Alzheimer, Marcela empezó a tejer en su mente la idea de viajar con su marido, de acompañarlo a su país antes de que fuera demasiado tarde. Pero la enfermedad fue muy agresiva, avanzó más rápido de lo que esperaban y ella aparcó su proyecto.

“Ahora es diferente. Tu llegada es un mensaje”, le dijo Marcela a Amanda la noche que le comunicó su decisión mostrándole tres pasajes de barco. “No sé si Armando será consciente, pero no moriré tranquila sin llevarlo de vuelta a su tierra. Y éste es el momento de hacerlo”.

Cuando el barco zarpó, los tres estaban en la popa observando cómo se alejaban del puerto. El rostro de Armando era tranquilo, casi sonriente. Ninguna de las dos mujeres sabía si tenía conciencia del viaje que iniciaban. Pero Armando tomó la mano de Marcela, la besó y dijo: “Gracias”.

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sábado, 4 de septiembre de 2010

Un recuerdo imborrable (II)




Cuando Marcela abrió la puerta de la casa y vio el rostro de la joven el corazón le dio un brinco. Antes incluso de que preguntara por Armando sabía a qué venía. La carta que acababa de leer, sintiéndose intrusa, sólo reafirmaba lo que su presentimiento ya le había gritado.


Me llamo Amanda, vengo de España y traigo una carta para él”, había dicho la mujer medio tartamudeando y curioseando hacia el interior de la casa después de preguntar si ése era el domicilio de Armando Fernández.

Marcela la invitó a pasar y le ofreció un café y un trozo de torta recién hecha. “Es de frutilla, la favorita de Armando”, aclaró, y le contó que su marido, muy enfermo, estaba descansando en el jardín.

Le brindó también una agradable y cariñosa conversación, logrando convencerla de que le entregase la carta a pesar de que la madre de Amanda había insistido mucho en que sólo la leyera Armando.

A fin de cuentas, esta mujer es su esposa desde hace treinta años. Antes o después sabrá quién soy”, pensó Amanda mientras le entregaba el sobre a Marcela. Nerviosa observó cómo a esa mujer, de rostro dulce aunque con aspecto cansado, se le humedecían los ojos mientras sostenía temblorosa la hoja que había escrito su madre.

Al finalizar, la miró emocionada y le dijo:

-Intuí que eras hija de Armando en cuanto te vi en la puerta. Eres como tu padre cuando lo conocí. La misma mirada, los mismos rasgos, la misma expresión…

-Es curioso –respondió Amanda-, en el pueblo dicen que soy igual a mi madre.

Marcela no esperó más. Tomó a Amanda de la mano y la llevó hasta el jardín.

-No esperes mucho de Armando. Padece Alzheimer desde hace años. No reconoce a nadie. Apenas habla y cuando lo hace sólo dice incongruencias. Supongo que recuerdos de la infancia o… sabe dios qué se le pasa por la cabeza.

Amanda observó a aquel hombre que no era ni la sombra del que había conocido en la fotografía que su madre guardaba con tanta devoción. No lo hubiera reconocido. Parecía haber encogido y estaba bastante avejentado.

Superada la impresión inicial, se colocó frente a él, tomó sus manos y se acercó a su cara para besarlo.

Armando, que hasta ese momento estaba con la mirada perdida en algún lugar de su cada vez más vacía mente, pareció revivir. Fijó en ella sus ojos, hasta entonces ausentes, y tras observarla con un rictus melancólico, comenzó a balbucear palabras ininteligibles. Ante la expresión de extrañeza de ella, esbozó una sonrisa y repitió un nombre: “Amalia… Amalia…”.

 
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jueves, 2 de septiembre de 2010

Un recuerdo imborrable (I)


Fotografía: "Paraguas", de Henri Cartier-Bresson


Añorado Armando:

Qué bonitos eran los tiempos en que sólo nos preocupábamos de retozar. Nunca los he olvidado. Nos parecía que todo sería siempre fácil, que estaríamos así eternamente, besándonos bajo un paraguas para ocultarnos de la mirada de los curiosos.

La única inquietud que teníamos era buscar mayor intimidad, donde dar rienda suelta a las ganas de conocernos mejor, de explorar nuestros cuerpos para que no quedase ni un solo rincón por descubrir. Y siempre nos las arreglábamos para hallar el lugar y el momento oportunos. La vida sonreía, como nosotros, que llevábamos la felicidad tatuada en el rostro.

Pero estalló la guerra. Los tiempos se pusieron difíciles. Y de un día para otro tuviste que irte. Lejos, muy lejos. Al otro lado de ese mar que observábamos juntos y que ahora todavía me susurra tu nombre cuando solitaria vengo a la playa a llorarte.

Te perdí para siempre, pero me dejaste un recuerdo imborrable.

Me juraste que volverías y siempre supe que era una promesa verdadera que nacía de lo más profundo de tu corazón. Pero también supe que jamás podrías cumplirla. No te guardo rencor. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría odiarte después de haberte amado tanto? Comprendo que iniciaste otra vida. Otro continente, otro mundo, otra gente… seguramente otro amor.

Lo único que le pido al mar cuando me habla de ti es que seas inmensamente feliz. Tanto como me hiciste a mí en esos meses que creímos que serían eternos.

Yo sobreviví todos estos años abrazada a tu recuerdo, feliz de tenerlo, completa porque conocí la felicidad. Se fue contigo, es cierto, pero me quedé llena.

Nada te reprocho, nada te pido para mí y jamás me hubiera atrevido a romper la tranquilidad en la que te sueño. Pero tengo una razón para escribirte ahora, tantos años después. Me dejaste un recuerdo imborrable… se llama Amanda y quiere ver a su padre. Y yo no puedo negaros a ninguno de los dos la dicha de conoceros.

Ella es quien te ha entregado esta carta.


Siempre en mi corazón
Amalia

 
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