Los pasajeros del
autocar miraban con cierta resignación a esa niña despierta y animada que aquel
1 de agosto de 1974 emprendía feliz un largo viaje, mucho más largo de lo que
su mente infantil podía comprender. Un viaje sólo de ida, de cambio, de nuevas
promesas, pero también de abandono de su propia infancia.
Su madre la
observaba con los ojos llenos de agradecimiento, al tiempo que le consentía que
corretease por el estrecho pasillo y saludase a los viajeros presentándose
alegremente.
- Hola, soy Laura.
Me voy a vivir a España. Allí tengo una casa grande y tendré una habitación
sólo para mí.
Atrás dejaban Laura
y su familia una portería minúscula en lo que fue un palacio un par de siglos
atrás, pero que se había convertido en un edificio de lujosos y caros
apartamentos en un céntrico barrio de París. Una portería que era un pequeño
local que servía como cocina, comedor y sala de estar, sobre la que se había
creado una habitación en un segundo piso de techo muy bajo en la que dormían
sus padres, su hermano y ella.
- Hola, soy Laura.
Me voy a vivir a España. Allí tengo una casa grande y tendré una habitación
sólo para mí –repetía de asiento en asiento.
Su madre la
observaba cansada, porque mudarse de un país a otro requiere demasiado esfuerzo
y preocupación, pero agradecida porque la alegría de Laura le facilitaba el
trámite final, el viaje, ese tránsito definitivo entre una vida conocida y otra
nueva por explorar.
Por eso permitió
que jugase, aún a riesgo de que molestase a los otros emigrantes que, de
vacaciones, se dirigían a un reencuentro con los suyos, para luego volver a ese
exilio al que los empujó la pobreza. Todos albergaban en su corazón el sueño
del retorno y lejos de incomodarse con la euforia de Laura, la comprendían, la
felicitaban y la animaban a disfrutar esa nueva aventura.
Con esa alegría
contagiosa transcurrió la primera mitad del trayecto, que finalizaba en la
frontera. Laura conocía el procedimiento: unos agentes subían al autobús para
controlar todos los pasaportes y elegían maletas al azar para examinar su contenido.
Pero esta vez fue diferente.
Finalizado este
trámite, el autocar retomaba su marcha ahora ya en España. Laura, que
continuaba despierta a pesar de haber pasado ya la medianoche, cambió
repentinamente de ánimo y comenzó a llorar desconsoladamente corriendo a los
brazos de su madre.
- Mamá, no me
quiero ir. Quiero volver a París. Quiero volver. Por favor, mamá, no me quiero
ir.
Y lloró e imploró
hasta quedarse dormida de agotamiento. Porque Laura no estaba retornando. Había
nacido lejos de la tierra de sus padres, en otro país, en el que vivía en un
espacio humilde, pero en el que había tenido una infancia feliz y amigos a los
que no volvería a ver. Y comprendió de repente, con sólo siete años, que una
casa grande y una habitación propia no podrían llenar ese vacío.